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2007-02-14
Los hielos derretidos del Ártico no son la única manifestación de un cambio climático espectacular e inequívoco. Los inviernos secos de los últimos años han alterado todas las llanuras comprendidas entre México y Canadá. Así, por fin, Bush, convencido como está que la tierra es plana, se muestra ahora dispuesto a admitir la situación de emergencia.

El oso polar sobre una bancada de hielo cada vez más angosta se ha convertido en el icono apremiante del calentamiento global y del cambio climático galopante. Por fin, el inquilino de la Casa Blanca, convencido como está que la tierra es plana, admite que los majestuosos osos podrían estar destinados a la extinción, visto que el hielo marino se encoge y el Océano Ártico se transforma en agua azul por vez primera en millones de años. El “gran experimento geofísico” de la humanidad, según llamó hace mucho tiempo el oceanógrafo Roger Revelle a la curva de las emisiones de dióxido de carbono en trepidante aumento, ha hecho descarrilar a la Naturaleza de sus fundamentos olocénicos en las tierras del círculo polar.

Pero el Ártico no es el único teatro de un cambio climático espectacular e inequívoco, ni son los osos polares los únicos heraldos de una nueva época de caos. Piénsese, por ejemplo, en algunos de los parientes lejanos del ursus maritimus: los osos negros que moran tan feliz como siniestramente en las legendarias Chisos Mountains del parque nacional Big Bend, en Texas. Podrían ser ellos los mensajeros de una transformación ambiental en las tierras de las fronteras radicales casi tan grande como la que está sucediendo en Alaska o Groenlandia.

En un día extraordinariamente caluroso de enero de 2002, en la calle Emory Peak, con la mente aún atravesada por las imágenes apocalípticas del septiembre precedente, trabé conocimiento ocasional con un joven oso juguetón e inofensivo en un campamento. Las apariciones de los osos son siempre un poco mágicas, y pensé que el encuentro era la expresión de una condición salvaje todavía holgadamente intacta. En realidad, como aprendí alarmado al día siguiente, el joven oso era, por así decirlo, un mojado [en castellano en el original], la progenie de los migrantes recientes e indocumentados procedentes del otro lado del Río Grande.

Los osos negros eran corrientes en las Chisos cuando éstas eran el refugio semilegendario de los predadores apaches mescaleros y comanches en los siglos XVII y XVIII, pero los rancheros les dieron implacable caza hasta provocar su extinción a comienzos del siglo XX. Luego, casi milagrosamente, a comienzos de los 80 del siglo pasado, los osos reaparecieron tras los madroños en los pinos de Emory Peak. Estupefactos, los biólogos conjeturaron que los osos habían migrado desde Sierra del Carmen hasta Coahuila, nadando por el Río Grande y atravesando 40 millas de desierto infernal hasta llegar a las Chisos, una tierra prometida de ciervos dóciles y refugios abandonados.

Como los jaguares que en los últimos años se han reasentado en las montañas de Arizona o –puestos a ello— el Chupacabra sediento de sangre del folclore norteño avistado en los suburbios de Los Ángeles, los osos negros participan de una épica migración de la fauna, además de las personas, hacia el otro lado. Aun cuando nadie sabe exactamente por qué los osos, los grandes felinos y los legendarios vampiros se están desplazando hacia el norte, una hipótesis plausible es que es que están adaptando su radio de acción y su población a un nuevo reino de la sequía en el norte de México y en el suroeste de los EEUU.

El caso humano es claro: ranchitos abandonados y ciudades fantasma por toda Coahuila, Chihuahua y Sonora [tres estados de México], dan testimonio de aquella sucesión inexorable de años de sequía –iniciada en los años ochenta, pero convertida en catástrofe a fines de los noventa— que ha empujado a centenares de miles de pobres de los campos a los laboratorios clandestinos de Ciudad Juárez y a los barrios de Los Ángeles.

En unos cuantos años, la “sequía excepcional” ha afectado a todas las llanuras entre Canadá y México; otros años, rojas conflagraciones en los mapas metereológicos han penetrado como una cuña por toda la costa del Golfo hasta Luisiana, o han atravesado las Montañas Rocosas hasta las regiones interiores del noroeste. Pero los epicentros semipermanentes siguen siendo Texas, Arizona y su estado hermano en México.

En 2003, por ejemplo, el Lago Powel redujo su nivel cerca de 80 pies [unos 2,43 metros] en tres años, y las cuencas hídricas fundamentales a lo largo del Río Grande estaban poco menos que exhaustas. Entre tanto, en el suroeste, el invierno 2005-2006 ha sido no de los más secos de que se tiene memoria, y Phoenix estuvo 143 días sin una sola gota de agua de lluvia. Las raras interrupciones de la sequía no han bastado para recargar adecuadamente las faldas acuíferas o para rellenar los embalses, y en 2006 tanto Arizona como Texas han tenido que lamentar las peores pérdidas por sequía, en cosechas y animales, jamás registradas en la historia (cerca de 7 mil millones de dólares).

Tempestad de fuego sobre Los Ángeles
La sequía permanente, como el hielo que se derrite, reorganiza rápidamente los ecosistemas y transforma paisajes enteros. Sin la suficiente humedad para generar savia protectora, millones de acres de pinos como el piñonero y el ponderosa han sido devastados por una invasión de escarabajos de la corteza; esos bosques y chaparrales sin vida, a su vez, han alimentado las tempestades de fuego que incendiaron las conurbaciones de Los Ángeles, San Diego, Las Vegas y Denver, además de destruir una parte de Los Álamos. En Texas han sido también devorados pro el fuego terrenos herbosos –casi 2 millones de acres sólo en 2006—, y en cuanto el estrato superior desaparece, las praderas trocan en desiertos.

Algunos climatólogos no han dudado en definir el proceso en curso como “megasequía”, definiéndola, encima, como “la peor de los últimos 500 años”. Otros son más cautos: aún no están seguros de que la actual aridez del Oeste haya superado los famosos umbrales cruzados en el siglo XX: en los años 30 con el dustbowl en las llanuras del sur, y en los años 50 con una sequía devastadora en el suroeste. Pero tal vez el debate sea irrelevante: la investigación más reciente y competente está descubriendo que el “rojo vespertino en el Oeste” (por citar el inquietante subtítulo del Meridiano de sangre de Cormac McCarthy) no es simplemente una sequía episódica, sino la nueva “normalidad climática” de la región.

En un alarmante testimonio prestado el pasado diciembre ante el Nacional Research Council, Richard Seager, un experto geofísico del Lamont Doherty Observatory de la Universidad de Columbia, avisó de que los supercomputadores de los principales estudiosos de los modelos climáticos del planeta están todos arrojando el mismo resultado: “Según los modelos, en los próximos años o decenios, en el suroeste el nuevo clima será un clima parecido a la sequía de los años 50.”

Esa extraordinaria previsión es un subproducto del monumental esfuerzo de cálculo realizado por 19 modelos climáticos separados (incluidas las naves almirante de Boulder, Princeton, Exeter y Hamburgo) para el IV Informe de evaluación del panel intergubernamental sobre el cambio climático (Fourth Assessment Report of the Intergovernmental Panel on Climate Change, IPCC).

Ni que decir tiene que el IPCC es la corte suprema de la ciencia climática. Fue instituido por las Naciones Unidas y por la Organización metereológica mundial en 1989 para evaluar la investigación sobre el calentamiento global y sus efectos. Probablemente el presidente Bush –aun si ahora acepta, bien que a regañadientes, las alarmas lanzadas por el IPCC, conforme a las cuales el Ártico se está derritiendo rápidamente— no se ha tomado todavía en cuenta la posibilidad de que su rancho en Crawford pueda convertirse un día en una duna de arena.

Los climatólogos que estudian los anillos de los árboles y otros archivos naturales saben desde hace tiempo que el Acuerdo de Río Colorado de 1922, que asignó el agua a los oasis del suroeste en rápida urbanización, se basa en una historia de 21 largos años (1899-1921) de inundaciones. Lejos de ser una media, se trata en realidad de la mayor anomalía pluviométrica en 450 años. Más recientemente, los climatólogos han comprendido el riesgo de que persistentes Las Niñas (episodios fríos en el Atlántico septentrional) interactúen con fases cálidas en el Atlántico septentrional subtropical generando sequía en las llanuras del suroeste que podrían durar décadas.

Pero, como ha puesto de relieve Seager en Washington, las simulaciones del IPCC apuntan a algo muy distinto de los episodios áridos catalogados en el Lamont’s North American Drought Atlas (un compendio permanentemente actualizado de las observaciones de los anillos de los árboles desde el siglo II hasta nuestros días). Inesperadamente, lo que cambia es la base misma del clima, no sólo las perturbaciones del mismo.

Además, esta brusca transición hacia un clima nuevo y más extremo, “distinta de cualquier otra en el último milenio, y probablemente en todo el Oloceno”, no brota de fluctuaciones en las temperaturas oceánicas, sino de la “transformación de los modelos de la circulación atmosférica y del transporte del vapor de agua que surgen como consecuencia del calentamiento atmosférico”. En pocas palabras, las tierras áridas serán más áridas, y las tierras húmedas, más húmedas. Los fenómenos relacionados con Las Niñas, añadió Seager, seguirán influyendo en las precipitaciones en las tierras de frontera, pero, partiendo de fundamentos más áridos, podrían producir las peores pesadillas de Occidente: sequías de proporciones parecidas a las catástrofes medievales que contribuyeron al famoso desplome de las complejas sociedades anasazi [“gente vieja”, en lengua navaja, T.] del Cañón del Chaco y de la Mesa Verde durante el siglo XII. (Para empeorar las noticias de los supercomputadores, la mayor aridez se prevé en una buena parte del Mediterráneo y del Oriente Próximo, en donde una sequía épica es sinónimo históricamente bien conocido de guerra, migración de las poblaciones y etnocidio.)

No hay pánico en los campos de golf
No es sin embargo probable que la sola alarma científica, por mucho que provenga de 19 modelos climáticos unánimes, provoque gran agitación en los suburbios de Phoenix dotados de campos de golf, en donde los estilos de vida lujosos se tragan cada día 400 galones de agua por habitante [cerca de 1.500 litros, T.]. Ni impedirá a los bulldozers moldear la monstruosa periferia residencial de Las Vegas (se proyectan 160.000 nuevas casas) a lo largo de la ruta US 3, hasta Kingman, Arizona. Ni impedirá a Texas doblar su población de aquí a 2040, no obstante el posible agotamiento de la falda acuífera de Oglalla.

Aunque se vienen lanzando últimamente muchas consignas sobre el “crecimiento inteligente” y sobre un uso inteligente del agua, los inversores inmobiliarios del desierto siguen proyectando las conurbaciones residenciales con la misma impronta “obtusa” e ineficiente desde el punto de vista ambiental que ha venido mortificando al sur de California desde hace generaciones. Encima, el as en la manga de la libre empresa del sureste es que la mayoría del agua conservada en los sistemas del Río Colorado y del Río Grande aún está destinada al riego agrícola.

A medio plazo, al menos, la urbanización salvaje del desierto logrará autosostenerse matando el algodón y las plantas medicinales, mientras que los grandes cultivadores seguirán haciendo dinero vendiendo a las periferias residenciales un agua subvencionada con fondos federales.. Un prototipo de esa reestructuración resulta ya visible en California en el Imperial Valley, en donde San Diego está agresivamente adquiriendo derechos acuíferos. La consecuencia es que, si un observador atento sobrevolara la zona, notaría un aumento de las zonas muertas en el mosaico esmeraldino de hierbas medicinales y melones del valle.

Más futurísticamente, está también la opción “saudita”. Steve Erie, un profesor de la Universidad de California en San Diego que ha escrito mucho sobre políticas del agua en el sur de California, me ha dicho que los inversores inmobiliarios del desierto en el sureste y en Baja California confían en poder tener a la creciente población bien abastecida de agua gracias a la desalinización del agua marina. “El nuevo mantra de las agencias gestoras del agua es, huelga decirlo, incentivar la conservación y la regeneración, pero los rapaces inversores están dirigiendo ávidamente la vista al Pacífico y la alquimia de la desalinización, olvidados de las perniciosas consecuencias ambientales.

Sea ello como fuere, subraya Erie, los mercados y los políticos seguirán votando por el tipo de urbanización agresiva y de alto impacto que actualmente cubre de calzadas y canteros partetráfico miles de kilómetros cuadrados de los frágiles desiertos de Mojave, de Sonora y de Chihuaha. Ni que decir tiene que los estados y la ciudad pugnan más agresivamente que nunca por el reparto de las aguas, “pero, de consuno, las ‘máquinas del crecimiento’ tienen el poder de sustraer el agua a los demás usuarios” [alusión a la teoría de las ‘máquinas del crecimiento’ en el desarrollo urbano, T.].

A medida que el agua se irá encareciendo, el peso de la adaptación al nuevo régimen climático e hidrológico recaerá en grupos subalternos como los jornaleros agrícolas (puestos de trabajo amenazados por los trasvases de agua), los pobres urbanizados (que podrían asistir fácilmente a un aumento vertiginoso, de 100 a 200 dólares mensuales, de las tarifas del agua), los campesinos que operan en los terrenos áridos (incluidos muchos norteamericanos nativos), y especialmente, las poblaciones rurales del norte de México.

El fin de la época del agua a bajo precio en el sureste –dato que podría coincidir con el fin de la energía a bajo costo— elevará el nivel, ya alto en la región, de las desigualdades de clase y raciales, y empujará a más migrantes a desafiar a la muerte en peligrosas travesías de los desiertos fronterizos. No se necesita, por lo demás, mucha imaginación para adivinar la consigna futura de los minutemen: “¡Viene a robarnos el agua!”.

La política conservadora en Arizona y en Texas se envenenará y se teñirá étnicamente todavía más, si cabe. Por doquier anda ya el sureste atravesado por un violento nacionalismo que se sirve de chivos expiatorios y de lo que sólo podría definirse como protofascismo: en la sequía venidera, podrían ser las únicas semillas capaces de germinar.

Como ilustra Jared Diamond en su reciente superventas Colapse, los antiguos anasazi no sucumbieron sólo a causa de la sequía, sino más bien por haberse desentendido de la aridez de un territorio superexplotado, habitado por personas poco prontas a hacer sacrificios en su “estilo de vida lujoso”. Al final, prefirieron devorarse entre sí.
(Por Mike Davis, Eco Portal, 12/02/2007)
http://www.ecoportal.net/content/view/full/66751

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