"Acuerdo energético entre Perú y Brasil plantea proyectar al menos 15 centrales hidroeléctricas que represarían las aguas de nuestros ríos e inundarían nuestros bosques para abastecer de electricidad al Perú y exportar el excedente a Brasil durante 30 años."
El pongo de Pakitzapango, como todos los del bosque tropical amazónico, es un hermoso callejón de roca y árboles formado durante millones de años por el paso del río Ene. Este, como el pongo de Mainique en territorio matsiguenga y el Manseriche en territorio awajun, ha sido elegido por el acuerdo energético entre Perú y Brasil firmado por Alan García e Inácio Lula da Silva en el año 2010, el cual plantea proyectar al menos 15 centrales hidroeléctricas que represarían las aguas de nuestros ríos e inundarían nuestros bosques para abastecer de electricidad al Perú y exportar el excedente a Brasil durante 30 años.
Pero el ‘excedente’, en este caso, es más bien lo que nos corresponde a los peruanos, pues el acuerdo plantea que la energía de cada central hidroeléctrica en territorio peruano se envíe al mercado brasileño de la siguiente manera: 80% de la producción de cada central durante el primer decenio, 60% durante el segundo y 40% durante el tercero. Recién al concluirse el plazo de 30 años, el 100% de la producción debería destinarse al mercado peruano.
La Sociedad Peruana de Derecho Ambiental ya se ha pronunciado al respecto y ha cuestionado el impacto social y ambiental que estas hidroeléctricas generarían, además de su inequidad, pues nuestro país no tiene un estudio de demanda energética que le permita estar seguro de que puede darle porcentajes tan altos de su capacidad a Brasil.
Los proyectos más conocidos hasta ahora, por su impopularidad, son los de Inambari, Pakitzapango y Tambo 40, cuya ejecución conllevaría serios impactos a nuestro país, tanto sociales como ambientales, debido a la inundación de grandes hectáreas de bosques y el desplazamiento de miles de seres humanos. Territorios titulados donde vive gente, que se podrían convertir repentinamente en grandes lagos, a pesar de que en este caso no vale el argumento –utilizado tantas veces en minería e hidrocarburos– de que el subsuelo le pertenece al Estado.
Porque no es el subsuelo lo que se va a llenar de agua, son casas con gente, son niños con escuelas o sin ellas, son culturas que cazan, que tejen, que pescan, que hablan y que votan.
El rechazo de estas poblaciones no se ha hecho esperar y los proyectos están cuestionados algunos y paralizados otros, pero cada vez que quienes se oponen a ellos bajan la guardia tratando de continuar con sus vidas, aparece otra empresa de capitales brasileños creada de la noche a la mañana para volver a la carga.
Personas que, una vez más, no fueron informadas, mucho menos consultadas sobre los peligrosos alcances de un acuerdo para el cual parece que hubiera dos categorías de seres humanos: los que se sientan a negociar con mapas y los que, a pesar de que viven en esas tierras y son dueños de ellas, son tratados como ganado, pues no les avisan, deciden que van a desplazarlos y –como el ganado– si se resisten, tendrán que ahogarse.
Acuérdate de tu gente
Luego de tres horas surcando el río Ene nos recibe Javier Estrada Kaisanawa, del anexo Pichiquía de la comunidad nativa asháninka de Miteni. Los padres y madres de las 32 familias que viven en Pichiquía se reunirán con nosotros al día siguiente (miércoles 9 de noviembre) a las 6 de la mañana. Hemos llegado hasta aquí después de atravesar Ticlio, Satipo y Puerto Ocopa, en la región Junín, en la selva central, invitados por Ruth Buendía Mestoquiari, mujer indígena que representa a unos 10 mil asháninkas, y que trabaja en la Central Asháninka del Río Ene (CARE), organización financiada con capitales europeos para promover el desarrollo de esos pueblos.
Los valles de la cuenca del río Ene han sido refugio para miles de familias asháninkas que fueron desplazadas por la violencia política de los años ochenta y noventa. Se calcula que durante el proceso de guerra interna, de 55 mil asháninkas cerca de 10 mil fueron desplazados forzosamente en los valles del Ene, Tambo y Perené; 6 mil personas murieron; cerca de 5 mil estuvieron secuestradas por Sendero Luminoso; y que durante esos años desaparecieron entre 30 y 40 comunidades.
Gente que fue primero violentada por los terroristas y luego esclavizada por el Ejército, que los obligaba a marchar, izar la bandera, vivir en guardia días y noches, y les prohibía tomar masato.
Un grupo de sobrevivientes que ha vuelto a su tierra a empezar de nuevo levanta la voz el miércoles por la mañana para decirnos, en un contundente asháninka, que ahora un acuerdo energético entre Perú y Brasil amenaza con inundarlos y desplazarlos. No hablan castellano, caminan todos los días a sus chacras de plátano, yuca o cacao y llevan siempre una escopeta al hombro.
Les hemos preguntado si alguien les avisó de las centrales hidroeléctricas Pakitzapango y Tambo 40, que afectan directamente a sus territorios. Ahora lo saben gracias a las gestiones de Ruth Buendía, pero nadie les avisó, ni a ellos ni a Ruth ni a CARE. Se enteraron nomás, por un funcionario de la Municipalidad de Satipo.
Preguntamos, entonces, si ellos estarían dispuestos a negociar su desplazamiento, vender sus tierras a la empresa, renunciar a ellas a cambio de una suma interesante de dinero, por ejemplo…
La respuesta es unánime y contundente, el único profesor de la pequeña escuela multigrado nos la traduce: ¿adónde nos vamos a ir? A estas comunidades el Gobierno no llega. Solo cuando hay campaña. Si ya estamos olvidados, ¿cómo vamos a estar después? Esos proyectos siempre dicen que van a dar trabajo, ¿en qué vamos a trabajar si ni siquiera tenemos secundarias para estar preparados? Queremos vivir tranquilos, este es nuestro territorio, acá vivieron nuestros abuelos. Con esas políticas que no servían para nada han matado a nuestra gente.
Ahora queremos ser libres, nosotros no usamos casi dinero, nuestra casa está en el monte, nuestra comida. No sabemos cómo vivir en otro lado. ¿Vamos a ir a las partes altas? Ahí la tierra es pura roca y no crece nada. Queremos vivir junto al río como siempre hemos vivido, que se vayan a hacer sus hidroeléctricas en sus casas. ¿Acaso nosotros los hemos molestado? No queremos su plata, no queremos nada.
(El Comercio / La Biodiversidad, 21/11/2011)