En los años sesenta, se comenzó a discutir la posibilidad de que el dióxido de carbono (CO2), entre otros gases de efecto invernadero (GEI), fuera el responsable del calentamiento global. Hoy en día, prácticamente nadie pone en duda la existencia de un calentamiento de origen antrópico y, conforme se analizan sus consecuencias, se va dibujando un futuro mucho más inhóspito para la mayor parte de la Humanidad. Este agravamiento pone de manifiesto la importancia de reaccionar decididamente desde ya y durante los próximos 50 años, antes de que sea demasiado tarde. La cuestión principal ahora es: ¿cómo ponemos realmente freno el cambio climático?
Cambio climático = negocio
El cambio climático es un negocio magnífico para muchas empresas transnacionales, por lo que no les interesa frenarlo. Las inversiones en adaptación a las consecuencias del calentamiento global moverán un capital cercano al 20% del PIB mundial en los próximos 50 años, mientras las inversiones destinadas a reducir las emisiones de GEI (mitigación) supondrán tan sólo una inversión máxima del 5%. Además, el sistema productivo capitalista muestra una fuerte inercia, resistiéndose a cambios radicales en el mix energético, con las “empresas del carbono” (petroleras y automovilísticas) a la cabeza.
En sentido contrario a esta inercia empuja la competencia en el mercado de energías renovables. Las empresas tratan de colocarse en una posición ventajosa de cara a un futuro con petróleo muy caro, impulsando el desarrollo de tecnologías energéticas más “frías”. Por otro lado, existe una vulnerabilidad social muy marcada frente al cambio climático: los dueños y los grandes ejecutivos de las grandes empresas multinacionales no sufren ni sufrirán el cambio climático, mientras que los trabajadores sí lo sufren, especialmente aquéllos con menor poder adquisitivo.
¿Los gobiernos frenarán el cambio climático?
Las cuentas de Kyoto se ajustarán en 2012, y los diferentes gobiernos están buscando ahora un nuevo acuerdo, empujados por la opinión pública internacional. Con este objetivo, se reunirán en Copenhague el diciembre próximo. Antes de la cumbre de Copenhague, el nuevo gobierno japonés ha anunciado que reducirá las emisiones de GEI un 25% en 2020 respecto a 2005; la Unión Europea, un 20%; y la Administración Obama, un 17%. Si se fija en el tratado que releve a Kyoto una reducción próxima al 20% para 2020 y ésta se mantiene, se reduciría el 80% de las emisiones de GEI en 2050, dentro de lo que la comunidad científica manifiesta como imprescindible para no entrar en un cambio climático brusco.
Aún si se alcanzase un acuerdo de mitigación exigente, los trabajadores de todo el mundo deberán estar alerta y no esperar que los gobiernos cumplan sus promesas. Confiar en que los gobiernos y empresas que han generado el calentamiento global van a luchar por frenarlo sería como dejar a un lobo al cuidado de un rebaño de ovejas. Sin ir más lejos, el Estado español se comprometió en el decepcionante Protocolo de Kyoto a aumentar sus emisiones en no más de un 15% respecto a 1990, ¡y ahora se encuentra un 43% por encima de este objetivo!
Estos fracasos no son de extrañar, pues, para fomentar la mitigación, los gobiernos de todo el mundo confían en medidas ecocapitalistas: subida de precios de determinados productos y servicios con tasas que gravan las emisiones de CO2; subvención de productos que emiten menos; o la creación de un mercado de emisiones, para que las empresas que menos contaminen obtengan beneficios al vender sus derechos de emisión. Las medidas ecocapitalistas, no obstante, se han demostrado poco eficientes en múltiples ocasiones. Por ejemplo, la crisis económica provocó que la cotización de la tonelada de carbono cayera de forma alarmante, resultando más barato contaminar ahora que hace unos años, a pesar de que el cambio climático se agrava de vez más.
Por si fuera poco, al cambio climático se suman, cada vez con mayor gravedad, otras muchas problemáticas socioambientales, algunas de ellas estrechamente relacionadas con el calentamiento. Por ejemplo, la deforestación de los bosques intertropicales continúa destruyendo miles de hectáreas cada día, emitiendo cerca del 20% de los GEI, que acaban con la forma de vida y la cultura de miles de indígenas y con reservas de agua dulce y biodiversidad de incalculable dimensión y valor.
Este contexto ambiental y socioeconómico nos muestra que no podemos dejar en manos de los gobiernos y los empresarios la responsabilidad de luchar contra el cambio climático.
El comportamiento individual no es el problema
Las propuestas que más llegan a la ciudadanía desde los gobiernos –tanto de izquierdas como de derechas, ya sea directamente o a través de ONG– son las del consumo responsable, representadas simbólicamente por los “apagones por el Planeta”. Tratan de cambiar los hábitos de consumo para emitir menos GEI, ya sea directa (p.e., conduciendo menos) o indirectamente (p.e., comprando con menos embalajes). La generación del mercado de ‘productos mitigadores’ ha llevado a que hasta algún queso y, por supuesto, todos los coches (!), se anuncien como paladines contra el cambio climático.
Sin embargo, el consumo responsable muestra grandes limitaciones para luchar contra el cambio climático: excluye de la acción a la mayor parte de la Humanidad, concentrada en los países empobrecidos. La ciudadanía carece de tiempo, posibilidades, información y formación para poder elegir productos y servicios “fríos”. Al mismo tiempo, el consumo responsable no incluye muchas emisiones de GEI, como las relacionadas con las administraciones públicas y los ejércitos –el mayor consumidor mundial de petróleo es el ejército de los Estados Unidos.
Éstas y otras limitaciones reflejan claramente que la estrategia de consumo responsable es, por sí sola, totalmente insuficiente para frenar el cambio climático. Y es que no es la gente individualmente la que es, de por sí, malgastadora de recursos naturales. El problema está en la organización ineficaz del sistema actual, que pone los beneficios empresariales por delante del medio ambiente.
Desde las bases contra el cambio climático
Cada vez son más los y las que se movilizan y organizan políticamente frente a una crisis ecológica galopante, con el cambio climático como problemática ejemplar. Desde hace años han venido sucediéndose manifestaciones, marchas de todo tipo y concentraciones en todo el mundo contra este problema, que han reunido a miles de personas. También se realizan campamentos para la acción climática (camps for climate action), que reúnen a activistas para debatir y actuar contra el cambio climático –por ejemplo, junto a una central térmica. Frente a la cumbre de líderes gubernamentales en Copenhague a finales de año, se está organizando una contracumbre y una campaña internacional que muestre a los gobiernos que la gente no confía en ellos.
Simultáneamente, se suceden en todo el mundo batallas, que no por ser locales dejan de ser claves en la lucha global contra el cambio climático. En el Estado español –como ejemplo de lo que ocurre en los países enriquecidos– tenemos decenas de plataformas ciudadanas que agrupan a diversos grupos políticos y sociales de izquierda en oposición a la construcción de centrales térmicas o por el cierre de las centrales nucleares existentes –la producción de energía nuclear emite más GEI que la de renovables. También está siendo muy importante la lucha de la Plataforma ‘Refinería NO’ en Extremadura.
La vanguardia en la lucha contra el cambio climático en los países empobrecidos, pero ricos en bosques (depósitos de carbono), son las comunidades indígenas que defienden cada día sus tierras de la explotación insostenible de madereras y petroleras. Estas poblaciones indígenas forman parte del movimiento ecologista internacional, aunque ellas mismas no se reconozcan como tal, pues ejecutan lo que se conoce como “ecología de los pobres”, es decir, defienden sus formas de vida basadas en la conservación ambiental frente a la depredación capitalista.
Los trabajadores de sectores clave para la economía de algunos países empobrecidos –como el petrolero o el minero– deberían jugar un papel importante en la lucha contra el cambio climático y por la conservación ambiental y la diversificación productiva.
Sindicatos y ecologistas
Los sindicatos tuvieron un papel importante a la hora de impulsar las primeras leyes ambientales modernas, en la segunda mitad del siglo XX. Por ejemplo, los sindicatos estadounidenses se movilizaron fuertemente para aprobar leyes como las relativas a la conservación del agua potable (1974), al control de las sustancias tóxicas (1976) o (en el movimiento de los años ‘60 y ’70) contra la energía nuclear.
Actualmente, algunos trabajadores organizados en sindicatos también se están enfrentando al cambio climático desde sus bases. El ‘sindicalismo verde’ en su forma más radical apoya la organización democrática de los trabajadores para tomar en sus manos la producción, democratizarla y adecuarla a los límites naturales de crecimiento. Desde este sindicalismo se aboga por un decrecimiento y una producción basada principalmente en lo local. Se reivindica, conjuntamente con la disminución de los impactos socioambientales, un reparto justo de las riquezas obtenidas con la explotación sostenible del entorno. De esta manera, se enfoca la lucha por la conservación ambiental desde una perspectiva de clase.
La colaboración de los sindicatos asamblearios y combativos con los grupos ecologistas es clave en el camino contra la crisis ambiental. Precisamente por ser organizaciones muy distintas, pueden llegar a ser muy complementarias. Los trabajadores en sus centros tienen la posibilidad de presionar dejando de producir y conocen bien cómo producir de forma sostenible. Los ecologistas –la mayoría, también trabajadores– conocen en profundidad las problemáticas ambientales a escala global y practican formas de movilización alternativas. Esta combinación multiplica las posibilidades de actuación y éxito en las campañas.
Actualmente, observamos en Gran Bretaña un ejemplo de unión entre sindicatos y ecologistas contra el cambio climático. Activistas de grupos ecologistas se han unido a cientos de trabajadores de la empresa de aerogeneradores Vestas, amenazados con el despido, y que previamente habían ocupado su fábrica. Acabar con el empleo en Vestas es fomentar el cambio climático y arruinar la vida de sus trabajadores.
En la visita del Ministro para el Cambio Climático a Oxford, la presión de los manifestantes (integrados por ecologistas y trabajadores de Vestas) permitió que uno de éstos interviniese en el mítin. Preguntó que, ya que se nacionalizaban los bancos en crisis, por qué no se hacía lo mismo con empresas como Vestas que son claves para frenar el calentamiento global y construir una “economía verde” y, sin embargo, cierran y despiden a cientos de trabajadores. El ministro respondió que, si se nacionalizara Vestas, se asustaría a otras empresas que no invertirían en el Reino Unido. Esta posición muestra, una vez más, que los gobiernos socialdemócratas son incapaces de frenar la crisis ecológica al apostar por el mercado para afrontarla; un mercado que se ha demostrado una y otra vez totalmente irracional y destructivo. La lucha de los trabajadores de Vestas y los ecologistas continúa con múltiples acciones de protestas. Ejemplos como los de la fábrica de cerámicas Zanón (ahora FASINPAT: FÁbrica SiN PAtrones) en Argentina muestran cómo la autogestión de las empresas por los trabajadores es posible en el siglo XXI.
Del mismo modo que están luchando contra el cierre de actividades de la “economía verde”, sindicatos y ecologistas deben unirse también para bloquear actividades con fuertes impactos socioambientales y, a la vez, fomentar un modelo de producción que no altere el clima del planeta. Estas acciones conjuntas, conocidas como ‘prohibiciones verdes’ (green bans), nacieron en Sydney en los años ‘70 y aún hoy siguen vivas. Cuando grupos vecinales y ecologistas se enfrentaban a un proyecto urbanístico agresivo con su entorno, se coordinaban con sindicatos combativos y de base para que sus trabajadores se negaran a participar en dicho proyecto. Y, recíprocamente, cuando estos trabajadores se veían amenazados, los ecologistas responden junto a ellos.
Las green bans se extendieron desde los obreros de la construcción y la ciudad de Sydney a otros sectores industriales y otras ciudades australianas. Por ejemplo, en 1976 la Unión de Sindicatos Australianos bloqueó la minería, transformación y exportación de uranio. Las ‘prohibiciones verdes’ darían muchísima más fuerza, por ejemplo, a las luchas contra las centrales térmicas, las nucleares o la refinería de Extremadura.
Para que la alianza entre sindicatos y ecologistas funcione, hay que seguir construyendo sindicatos rojos y verdes, amplios, asamblearios y combativos, a la vez que hacerlos confluir con el movimiento ecologista y otros movimientos sociales. Ejemplos recientes muestran que los sindicatos no en pocas ocasiones se alinean aún con los empresarios y contra los ecologistas, como ocurrió tras el catastrófico vertido de lodos contaminados desde la mina de Aznalcóllar en Sevilla en 1998 o, más recientemente, frente al cierre de la central nuclear de Santa María de Garoña (Burgos). Otros modelos de desarrollo más justos con el ser humano y su entorno son posibles, por ejemplo, cambiando la energía nuclear en Garoña por una central solar y/o eólica y diversificando, bajo control ciudadano, la economía de la comarca. Huelgas, manifestaciones, desobediencia civil y otras acciones masivas que le den la vuelta al “profits before people” son el único camino para que la gente controle realmente sus vidas y, con ellas, cómo relacionarse con su entorno. Y, sobre todo, que lo haga antes de que sea demasiado tarde para demasiados.
El valor de estas movilizaciones de base frente a las que realizan activistas de élite de grupos ecologistas como Greenpeace es que en las primeras participa mucha más gente de forma directa. Esta participación plural y democrática espolea la progresión en el pensamiento de los participantes –no únicamente en temas ambientales– al interaccionar con otros activistas y unir la teoría con la práctica. Se demuestra que intervenir colectivamente es posible, a la vez que se genera confianza en las luchas desde abajo. Es en las movilizaciones masivas donde se van construyendo los modos de organización alternativos imprescindibles para un futuro sostenible.
Por muy manida que suene la frase, el futuro de nuestro planeta está en nuestras manos, y éstas deben ser manos asamblearias, radicales e imaginativas que construyan futuro a la vez que revolucionan el presente.
(Por Jesús Castillo*, En Lucha / Rebelión, 28/10/2009)
*Jesús Castillo es profesor de Ecología de la Universidad de Sevilla y miembro de En Lucha.