La incertidumbre actual no es razón para no prepararnos para los peores escenarios. Actuar contra los efectos del clima equivale a gestionar los riesgos presentes y futuros
La tradicional semana internacional del agua de Estocolmo que se celebra todos los años por estas fechas es un escaparate privilegiado para detectar tendencias, analizar nuevas ideas y poner al día nuestros conocimientos. Este año el cambio climático, y sus impactos sobre los recursos hídricos, ha sido uno de los temas que más interés ha suscitado, tal vez como antesala de la Cumbre sobre el Clima que se celebrará en Copenhague en diciembre de 2009.
Cualquier política dirigida a mitigar el cambio climático y a lograr una más eficaz adaptación a sus efectos probables siempre suscita el mismo dilema. ¿Es mejor esperar a ver sus efectos, comprobar en qué se concretan y de qué modo nos afecta de manera más severa o, por el contrario, es preferible actuar ya, aunque exista un cierto grado de incertidumbre sobre sus efectos reales?
Esperar tiene la ventaja de que el coste de la actuación se difiere, y se obtiene una idea más precisa de los retos que habrá que enfrentar. No es lo mismo que la temperatura global del planeta suba 1,3ºC para 2100 o que lo haga casi 6ºC. Es muy diferente que el nivel del mal suba 20 centímetros a que suba 80, o hasta dos metros como contemplan los holandeses que puede subir en el año 2200. Las estrategias para combatir efectos tan dispares son enteramente diferentes. Existe lo que se llama el valor de opción, que se cifra en el beneficio de esperar y poder decidir con más conocimiento de causa y emprender las acciones que mejor se adecuan a los efectos más probables.
Actuar ahora, prepararnos para el nuevo clima del futuro tiene la desventaja de que el coste de adaptación y de mitigación hay que asumirlo antes de que el cambio climático se concrete en cambios del clima específicos. Sin embargo, la ventaja es que si el clima del futuro resulta de los escenarios de concentración de CO2 más severos estaremos más preparados y sufriremos menos sus consecuencias. Aunque la temperatura global aumente, es imposible predecir cómo será el clima en un emplazamiento específico porque la atmósfera es un sistema tan complejo, que ni siquiera los modelos más sofisticados pueden predecir aspectos concretos del clima de una zona.
Optar por un camino intenso en mitigación y adaptación o seguir la estrategia opuesta se topa con un problema verdaderamente complejo. De un lado, no se pueden predecir con exactitud las condiciones específicas del clima de una localidad, cuenca hidrográfica o país. Ello es así por dos razones fundamentales. En primer lugar, es imposible saber cuáles serán las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) dentro de 20, 30 ó 40 años, y no lo podemos saber porque no sabemos cuántas personas vivirán en la tierra y cómo será su tipo vida. Esto explica que el Panel Intergubernamental contra el Cambio Climático (IPCC) no sea capaz por ejemplo de acotar más la horquilla del calentamiento global de la tierra de lo en la actualidad se tiene como más probable (un aumento de 1,3 a 5,8ºC para 2100). Son los efectos del hombre los que explican esa incertidumbre, no el vínculo entre concentración de CO2 y aumento de temperaturas, sobre el cual existen ya muy pocas dudas, y las que persisten se van despejando con mejoras en los modelos atmosféricos.
En segundo término, aunque la temperatura global aumente, es imposible predecir cómo será el clima en un emplazamiento específico porque la atmósfera es un sistema tan complejo, que ni siquiera los modelos más sofisticados pueden predecir aspectos concretos del clima de una zona. Esto se hace especialmente patente cuando se comparan los resultados de diferentes modelos sobre un lugar específico, y se aprecian sus enormes discrepancias, no sólo en la magnitud del cambio sino también en si el cambio es positivo o negativo.
La comunidad científica debe discernir el efecto de tres fuertes incertidumbres con respecto al clima del futuro. Primero, las lagunas de conocimiento sobre el funcionamiento de la atmósfera y sus impactos sobre zonas de poca extensión. En segundo lugar, la propia aleatoriedad del clima, su variabilidad intrínseca. Y por último, la acción del hombre sobre el clima, la cual depende en conjunto del desarrollo económico de la humanidad y del tamaño físico de su economía global, es decir, de sus emisiones de GEI.
En lo que se refiere a la gestión del agua, los impactos del cambio climático son aún más difíciles de proyectar que los que se derivan directamente del calentamiento de la atmósfera; por ejemplo, la evapotranspiración de los cultivos. Lo que sí parece cierto es que globalmente una atmósfera más caliente hará aumentar la evaporación de agua y, como consecuencia de ello, aumentarán las precipitaciones. Pero todos los modelos indican que aumentarán más en las latitudes más septentrionales y disminuirán en las meridionales. Para complicar más las cosas, la mayoría de los modelos predicen que aumentarán los fenómenos climáticos extremos: sequías, olas de calor y lluvias torrenciales, lo cual hace un más difícil proyectar valores medios de precipitaciones a una baja resolución geográfica. Todo ello implica que el régimen de los ríos va a cambiar, y con ello el sistema de manejo de las cuencas, la gestión de los embalses (tanto para fines de almacenamiento y regulación como para prevención de avenidas) y el marco de reparto del agua tendrá necesariamente que ir adaptándose.
Ante tanta incertidumbre, cobran especial interés aquellas medidas o políticas que cumplen tres condiciones: (a) aumentan la flexibilidad del sistema para acomodar fenómenos extremos y cambiantes; (b) no tienen el riesgo de que nos arrepintamos de haberlas llevado a cabo (no regret); y (c) permiten ser revisadas a medida que el conocimiento científico aporta más luz sobre los fenómenos relevantes. Algunos ejemplos ilustran esta idea. Si a un río se le asegura el espacio que ocupa su llanura de inundación y se le da amplitud para que lamine sus avenidas, se crean hábitats y ecosistemas de ribera que son muy valiosos, y nos protegen contra la violencia de las crecidas en ríos muy encauzados. De un lado, tenemos un beneficio ambiental por reservar un espacio de valor ecológico, y por otro, permitimos que las crecidas se laminen y sean menos peligrosas. Hay que esperar lo mejor y prepararse para lo peor. La incertidumbre actual sobre el clima no es una razón para no prepararnos para los peores escenarios.
Otro ejemplo es el de los seguros de cosechas. Si se dispone de ellos ahora, los agricultores pueden protegerse contra los riesgos del clima, y lo mismo podrán hacer en el futuro aunque algunas características del clima hayan cambiado. Simplemente deberán recalcularse las primas de los seguros, lo cual es realmente sencillo. Por ejemplo, crear seguros que cubran el riesgo de la escasez de agua para riego es posiblemente más eficaz que aumentar la capacidad de embalse de una cuenca, solamente con la finalidad de que los regantes sufran menos las sequías. Lo mismo se puede decir de los mercados de agua regulados para afrontar períodos secos y asegurar un reparto del agua más eficiente.
En gran medida, actuar contra los efectos del clima equivale a gestionar los riesgos, aquellos que son propios del clima actual y aquellos otros que surgen por el desconocimiento que existe sobre cómo será el clima del futuro y como afectará de manera concreta a nuestras ciudades, cuencas y regiones. Hay que esperar lo mejor y prepararse para lo peor. La incertidumbre actual sobre el clima no es una razón para no prepararnos para los peores escenarios.
(Por Alberto Garrido, Soitu.es, 24/08/2009)
*Alberto Garrido es profesor de Economía y Ciencias Sociales Agrarias de la E.T.S de Ingenieros Agrónomos, de la Universidad Politécnica de Madrid. (Las conclusiones y puntos de vista reflejados en este artículo son responsabilidad únicamente de su autor y no representan, comprometen, ni obligan a las instituciones a las que pertenece).