Un aspecto extraño y preocupante de la política mundial actual es la confusión entre negociaciones y resolución de problemas. Conforme a un calendario acordado en diciembre de 2007, disponemos de seis meses para alcanzar un acuerdo mundial sobre el cambio climático en Copenhague. Los gobiernos están inmersos en una enorme negociación, pero no en un esfuerzo enorme para resolver los problemas. Cada uno de los países se pregunta: “¿Cómo puedo hacer lo menos posible y que los demás países hagan lo más posible?”, cuando, en realidad, deberían estar preguntándose: “¿Cómo debemos cooperar para lograr nuestros fines compartidos con el mínimo costo y el máximo beneficio?”
Puede parecer lo mismo, pero no lo es. Abordar el problema del cambio climático requiere reducir las emisiones de dióxido de carbono procedentes de combustibles fósiles, lo que, a su vez, entraña opciones en materia de tecnología, algunas de las cuales existen ya, mientras que gran parte de ellas se deben idear. Por ejemplo, las centrales eléctricas de carbón, para que puedan seguir siendo un elemento importante del conjunto de fuentes de energía, tendrán que capturar su CO2, proceso denominado “captura y almacenamiento de carbono” (CAC). Sin embargo, no está probada la eficiencia de esa tecnología.
Asimismo, hará falta una nueva confianza pública en una nueva generación de centrales nucleares que sean seguras y estén supervisadas de forma fiable. Harán falta nuevas tecnologías para movilizar las energías solar, eólica y geotérmica en gran escala. Podríamos intentar aprovechar los biocombustibles, pero sólo de modos que no compitan con el suministro de alimentos ni con activos medioambientales valiosos.
Sigue la lista. Será necesaria una mayor eficiencia energética, mediante “edificios ecológicos” y electrodomésticos más eficientes. Habrá que substituir los automóviles con motores de combustión interna por vehículos híbridos o híbridos enchufables o accionados por baterías o accionados por baterías de combustible.
Para lograr una nueva generación de vehículos eléctricos, hará falta un decenio de colaboración entre el sector público y el privado para conseguir un desarrollo tecnológico básico (como baterías mejoradas), una red eléctrica más sólida, una nueva infraestructura para recargar los automóviles y muchas cosas más. Asimismo, hará falta un decenio de inversiones públicas y privadas para demostrar la viabilidad de las centrales eléctricas de carbón que capturen su dióxido de carbono.
El cambio a las nuevas tecnologías no es principalmente un asunto de negociación, sino también de ingeniería, planificación, financiación e incentivos. ¿Cómo puede el mundo desarrollar, demostrar y después difundir esas nuevas tecnologías de la forma más eficaz? En los casos en que no sea probable que los beneficios vayan a parar a inversores privados, ¿quién debe pagar los primeros modelos de demostración, que ascenderán a miles de millones de dólares? ¿Cómo debemos preservar los incentivos privados para la investigación y la innovación y al tiempo comprometernos a transferir las tecnologías logradas a los países en desarrollo?
Se trata de cuestiones urgentes y no resueltas. Sin embargo, las negociaciones mundiales sobre el cambio climático se están centrando en un conjunto diferente de cuestiones. Las negociaciones versan principalmente sobre qué grupos de países deben reducir sus emisiones, en qué medida, con qué rapidez y en relación con qué año de referencia. Se está apremiando a los países para que reduzcan las emisiones en 2020, a más tardar, conforme a determinadas metas de porcentaje sin examinar demasiado en serio cómo se pueden lograr las reducciones. Naturalmente, las respuestas dependen de las tecnologías de bajas emisiones de que se disponga y de la velocidad con que se pueda desplegarlas.
Pensemos en los Estados Unidos. Para reducir las emisiones marcadamente, deberán cambiar a una nueva flota de automóviles, accionados cada vez más por electricidad. También deberán decidir la renovación y ampliación de sus centrales nucleares y la utilización de terrenos públicos para construir nuevas centrales de energías renovables, en particular de energía solar, y necesitarán una nueva red eléctrica para transportar la energía renovable desde las zonas con poca densidad de población –como los desiertos sudorientales en el caso de la energía solar y las llanuras septentrionales en el de la energía eólica– hasta las zonas de gran densidad de población de las costas. Sin embargo, todo eso requiere un plan nacional, no simplemente una meta de reducción de las emisiones.
Asimismo, China, como los EE.UU., puede reducir las emisiones de CO2, mediante una mayor eficiencia energética y una nueva flota de vehículos eléctricos, pero China debe examinar esa cuestión desde el punto de vista de una economía dependiente del carbón. Las opciones futuras de China dependen de si de verdad el “carbón limpio” puede funcionar eficazmente y en gran escala. Así, pues, la vía para la reducción de las emisiones de China depende decisivamente de unos prontos ensayos de las tecnologías CAC.
Conforme a un verdadero planteamiento cooperativo mundial, se examinarían primero las mejores opciones tecnológicas y económicas disponibles y la forma de mejorarlas mediante actividades concretas de investigación e innovación y mejores incentivos económicos. En las negociaciones se examinarían las diversas opciones posibles para cada uno de los países y las regiones –desde el CAC hasta las energías solar, eólica y nuclear– y se esbozaría un calendario para una nueva generación de automóviles de bajas emisiones, sin dejar de reconocer que la competencia en el mercado y la financiación pública impondrán el ritmo real.
A partir de esas bases, el mundo podría asignar los costos de la aceleración del desarrollo y la difusión de las nuevas tecnologías de bajas emisiones. Ese marco mundial sostendría las metas nacionales y mundiales de control de las emisiones y de supervisión de los avances de la revisión tecnológica. A medida que se dispusiera de tecnologías de eficiencia comprobada, se fijarían metas más estrictas. Naturalmente, una parte de la estrategia consistiría en la creación de incentivos de mercado para las tecnologías de bajas emisiones a fin de que los inversores pudieran desarrollar sus ideas con la perspectiva de obtener grandes beneficios, en caso de que sean acertadas.
Podría parecer que mi petición de que se examinen los planes y las estrategias junto con las metas concretas en materia de emisiones entraña el riesgo de impedir las negociaciones, pero, si no tenemos una estrategia que acompañe a nuestras metas, los gobiernos del mundo podrían no aceptar dichas metas, para empezar, o podrían aceptarlas cínicamente, sin una auténtica intención de cumplirlas. Hemos de reflexionar en serio y en colaboración sobre las opciones tecnológicas reales del mundo y después perseguir un marco común mundial que nos permita pasar a una nueva era, basada en tecnologías viables y sostenibles para la energía, el transporte, la industria y los edificios.
(Por Jeffrey D. Sachs*, com tradução de Carlos Manzano, Globalízate / Ecoportal, 04/07/2009)
*Jeffrey D. Sachs es profesor de Economía y director del Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia.