Hace unos días, el Comité Nacional de Etica en Ciencia y Tecnología (Cecte) recomendó al Ministerio de Ciencia crear una comisión para analizar los múltiples aspectos relacionados con el uso del glifosato. El debate se generó porque un científico de UBA y Conicet difundió resultados de su investigación en embriones sobre los efectos dañinos del agroquímico.
La Cecte propuso abrir una segunda comisión, diferente de la que debería funcionar en el Ministerio de Salud, originada por solicitud presidencial. Es decir, en estos momentos estarían por funcionar dos comisiones en dos ministerios elaborando información y recomendaciones sobre el uso del glifosato. El primer interrogante que surge es por qué las autoridades gubernamentales, que deben constituirse como garantes de la salud y el bien común, permitieron que pasara tanto tiempo y tantas denuncias judiciales para realizar lo que ameritaba hacerse antes de poner el agroquímico (y todo el paquete tecnológico sojero) en producción. Y si esto vale para todos los funcionarios técnicos de gobierno (INTA, INTI, Secretaría de Agricultura, etc.), es todavía más significativo en el caso de los miembros del sistema científico, donde circula vasta bibliografía que señala daños de los agroquímicos en general y del glifosato en particular.
Es más, llama mucho la atención que en el informe enviado por la Cecte al ministro Barañao se mencionara como “bibliografía” la que prueba la “inocuidad” del glifosato y como “denuncias” (restándole status científico) las que señalan los daños del agroquímico. Llama la atención que los funcionarios y hombres de ciencia de la Cecte hayan procedido de esta forma en Argentina, uno de los 19 países del mundo que produce soja y uno de sólo cinco que lo hace en gran escala, colocándose así en situación de grave peligro ambiental. Habría que interrogarse por qué funcionarios y científicos interpretan una pieza clave del derecho ambiental, el principio precautorio, al revés de lo que ocurre en sociedades responsables e informadas.
El principio precautorio, incorporado en nuestra legislación a través del artículo 4 de la ley nacional 25.675, establece que en caso de ausencia de información o certeza científica y ante la posibilidad de que se produzcan daños graves e irreversibles deben adoptarse medidas eficaces para impedir la generalizada degradación del ambiente, sin importar costos o consecuencias. La rama del derecho que enmarca este principio es el derecho ambiental, que es dinámico y objeto de re-interpretación al compás de los progresos del conocimiento. Es evidente que, cuando se autorizó y comenzó a utilizar el glifosato, se estaba al menos frente a una incertidumbre científica, que disparaba la aplicación del principio. Pero se autorizó y podemos suponer que estábamos en tiempos en que sólo se respetaban las leyes del “mercado”. Pasado todo este tiempo de aplicación y tras la aparición de numerosos trabajos de médicos, estudios sociales rurales, informes de ingenieros agrónomos preocupados por las poblaciones y la vasta bibliografía internacional de las “ciencias duras” involucradas y, lo que es aún más importante, de las reiteradas y coincidentes denuncias de comunidades y organizaciones sociales en distintas provincias, quedan pocas dudas de lo que sucede.
Algunos conocedores del derecho ambiental consideran que en nuestro país el principio precautorio se encuentra perversamente subvertido. En lugar de que la ausencia de certeza científica genere la obligación de aplicar medidas preventivas, la falta de certidumbre es utilizada para “legalizar” la mayoría de los agroquímicos que se usan en forma generalizada en nuestros campos. Peor aún, se les exige a las comunidades perjudicadas por estos químicos que carguen con la ciclópea tarea de acreditar científicamente su peligrosidad, cuando, por aplicación del principio señalado junto con otros principios ambientales, son los que introducen la sustancia química en la sociedad quienes tienen la responsabilidad de probar irrefutablemente su inocuidad. En materia ambiental, la prevención tiene una importancia superior a la que tiene en otros terrenos, ya que la agresión al ambiente y los seres humanos se manifiesta en hechos que provocan un deterioro, la mayoría de las veces, irreversible.
En definitiva, se produce “una inversión de sentido” como mecanismo de producción de “ausencias” –de víctimas y del drama social– en la agenda de discusión y toma de decisiones políticas. En Patas para arriba, Eduardo Galeano escribe sobre Alicia en el País de las Maravillas para interpelar estos núcleos de sentidos invertidos por la colonialidad del poder. “Si Alicia renaciera en nuestros días –sostiene– no necesitaría atravesar ningún espejo: le bastaría con asomarse a la ventana.” ¿Es posible en la Argentina actual modificar lo que Alicia podría ver por la ventana del campo argentino? Deseamos que sí y creemos que sólo la política, representada en los tres poderes de la Nación, puede lograrlo.
(Giarracca*, Página 12 / Biodiversidadla, 07/06/2009)
*Giarracca es profesora de Sociología Rural en la UBA; Viale preside la Asociación Argentina de Abogados Ambientalistas.