“Los agronegocios, con la soja en primer lugar, son sinónimo de desmontes, degradación de suelos, eliminación de otros cultivos, expulsión de comunidades ancestrales, contaminación y enfermedad”, denuncia desde hace una década el Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI) sobre el modelo agropecuario vigente y, sobre el glifosato, no tiene dudas: “Arruina plantaciones para autoconsumo, mata animales y envenena familias ancestrales. Es un desastre sanitario silenciado, donde los ejecutores son los sojeros, pero con la complicidad de la dirigencia política y el Poder Judicial”.
El avance del monocultivo se produjo en la década del ’90, cuando el entonces secretario de Agricultura de Carlos Menem, Felipe Solá, autorizó la siembra de semillas modificadas genéticamente y el uso intensivo de glifosato. En 1997, en la Argentina se cosecharon 11 millones de toneladas de soja transgénica y se utilizaron 6 millones de hectáreas. Diez años después, en 2007-2008, la cosecha llegó a los 47 millones de toneladas y abarcó 17 millones de hectáreas. Fue política de Estado de todos los gobiernos.
El cultivo desplazó al trigo y ya ocupa la mitad de la tierra sembrada del país. En sólo una década, la Argentina se transformó en el segundo productor mundial de transgénicos del mundo, al mismo tiempo que sus cultivos tradicionales (como el maíz y el trigo) comenzaron a retroceder, al igual que la industria láctea. La Argentina es el tercer exportador mundial de grano de soja (luego de Estados Unidos y Brasil) y el primero de aceite.
En Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Buenos Aires y La Pampa predomina el cultivo de la oleaginosa, que tiene nombre y apellido: Soja RR, de la empresa Monsanto. Se llama así porque es “Resistente al Roundup”, nombre comercial del glifosato, vendido por la misma empresa. Con las modificaciones de laboratorio, es resistente a las inclemencias del tiempo, por lo cual avanza sobre territorios antes impensados para la agricultura de soja: Santiago del Estero, Chaco, Corrientes, Formosa, Jujuy y Salta.
Pero el avance de la frontera agropecuaria, festejado por empresas y la clase política, es padecido por campesinos y pueblos originarios, que son desalojados de sus territorios ancestrales. Según el Censo Agropecuario 2002, sólo en cuatro años, más de 200 mil familias fueron expulsadas de sus históricas chacras, en el mayor de los casos ubicadas en las afueras de las grandes ciudades.
El Movimiento Campesino Indígena acusa a la industria sojera de contaminar aire, agua, alimentos y suelo y de intoxicar comunidades rurales. Estudios médicos puntualizan los efectos sanitarios de los pesticidas. “Los síntomas de envenenamiento incluyen irritaciones dérmicas y oculares, náuseas y mareos, edema pulmonar, descenso de la presión sanguínea, reacciones alérgicas, dolor abdominal, pérdida masiva de líquido gastrointestinal, vómito, pérdida de conciencia, destrucción de glóbulos rojos, cambios de coloración de piel, quemaduras, diarrea, falla cardíaca, electrocardiogramas anormales y daño renal”, asegura una recopilación de estudios realizada por el médico de la UBA Jorge Kaczewer, especializado en ecotoxicología.
En Rosario, un grupo de ecólogos, epidemiólogos, agrónomos, endocrinólogos y sociólogos estudió durante dos años la vinculación entre contaminantes ambientales y la salud de la población. Encabezado por el Hospital Italiano de Rosario, vinculó malformaciones, cáncer y problemas reproductivos con exposiciones a contaminantes, entre ellos el glifosato y sus agregados. “Los hallazgos fueron contundentes en cuanto a los efectos de los pesticidas y solventes”, afirmó Alejandro Oliva, médico e investigador. El estudio abarcó seis pueblos de la pampa húmeda y encontró “relaciones causales de casos de cáncer y malformaciones infantiles entre los habitantes expuestos a factores de contaminación ambiental, como los agroquímicos”.
Movimientos campesinos, comunidades indígenas y organizaciones sociales exigen estudios toxicológicos de mediano y largo plazo, y bioensayos en aguas y suelos. Ni el gobierno nacional ni los provinciales han dado respuesta. El canadiense Grupo ETC (Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración –referente mundial en la problemática–) esboza una explicación: “Escasean estudios porque las empresas no quieren que se hagan. Las agroquímicas transnacionales tienen muchísimo poder sobre los gobiernos”. El investigador Jorge Kaczewer dispara en el mismo sentido: “Existe un complejo sistema destinado a impedir la publicación de hallazgos adversos. Gigantescas empresas imponen el tipo de ciencia e investigación científica que se debe hacer. Dominan, por medio de subsidios, departamentos enteros de las universidades”.
(Por Darío Aranda, Pagina12, Combat Monsanto, 14/01/2009)