Se acaba de confirmar que en poco tiempo más se instalará en el país una nueva planta de celulosa, esta vez de la portuguesa Portucel. Se sumaría a la finlandesa Botnia, que ya está funcionando, la española ENCE, que se está construyendo en el departamento de Colonia, y la sueca Stora Enso, que ratificó su voluntad de construir una fábrica aquí. La inversión de Portucel sería la más importante realizada en el país por una firma extranjera: más de 2.000 millones de dólares, el doble de la de Botnia. Parecería que no hay límites para la “celulolización” del Uruguay…
Parecería. Todo esto remonta a 1987, cuando el Estado comenzó a definir una política en relación a esta industria consensuada por todo el espectro político. Ese año, los partidos conservadores que hasta entonces se habían alternado en el gobierno y la coalición de centroizquierda Frente Amplio acordaron dos cosas centrales: que el Estado promoviera las plantaciones por medio de una serie de medidas y subvenciones y la definición de zonas donde plantar.
Se partía de la creencia de que plantar árboles era plantar bosques, y que plantar bosques era bueno. Desde la industria forestal se decía, y se dice todavía, que cualquier plantación servía para proteger el suelo, regular el ciclo hidrológico, conservar flora y fauna y generar empleo. Eso, que se creyó, sin dudas con honestidad, que era cierto en el 87 (yo mismo lo creí) ahora se ha demostrado que no lo es.
(Rel-Uita, La Biodiversidad, 28/08/2008)